viernes, 6 de marzo de 2015

El Morado

Era noche cerrada cuando la alarma del móvil me sacó de lo más profundo de mi sueño. Se esfumaron como por arte de magia las ninfas que animaban mis oníricas experiencias. Sus suaves caricias se tornaron en una luz parpadeante y sus voces aterciopeladas en una insistente campanilla. Maldiciendo mi suerte me puse en pie, y trastabillando a oscuras por la habitación, gané el cuarto de baño. Encendí la luz y se rebeló ante mi, en su máximo esplendor, el cuerpo que me dio Dios. Me acaricié distraídamente mientras observaba en el espejo la belleza de mi desnudez. Oriné poniendo todos mis aletargados sentidos en hacer puntería y una vez más me prometí, en vista del resultado, hacerlo sentado la próxima vez.



Me lavé la cara con abundante agua y más despejado, me volví a mirar en el espejo, y mientras me deleitaba con el buen trabajo que estaba haciendo la naturaleza al convertir el rostro de un muchacho en el de un atractivo hombre maduro, reparé en un moratón que ensombrecía mi musculado bíceps.




Lancé la mente atrás intentando alcanzar el momento en que sucedió semejante accidente, pero mi memoria me jugó una mala pasada y el suceso quedó oculto tras la bruma insondable del olvido. Sin embargo, había algo que podía recordar, que no más de dos meses atrás ya había sufrido otra misteriosa aparición en el mismo lugar y forma.


Evidentemente este misterio no sería tal de no haber ahondado, últimamente, en la sana costumbre del beber. Puesto que, como todo el mundo sabe, igual que sucede con el deporte, que es sano practicarlo, pero en exceso, véase el deporte de élite, es perjudicial para la salud. Lo mismo sucede con la ingesta de alcohol, que siendo moderada, agudiza el ingenio, favorece las relaciones e insufla vigor, pero en exceso daña el organismo en múltiples formas y ni tan siquiera te deja el consuelo de conseguir una medalla. En esas andaba yo, tratando de convertirme en bebedor de élite a sabiendas de la nula recompensa y por un motivo , que sinceramente ignoro, cuando apareció el morado.

Terminé de asearme, me vestí y acudí al trabajo, pero mi cabeza no paraba de darle vueltas al banal suceso. ¿Por qué semejante cardenal adornaba mi cuerpo?¿Qué relación tenía con la ocasión anterior?
Cavilando saqué la conclusión de que en el momento de recibir la imprimación del morado debía andar borracho, y como esto no suele suceder fuera de las horas de trabajo en otro lugar si no en la comparsa, evidentemente, sucedió o en el trabajo, o en la comparsa.

A lo largo de la mañana, mientras mordía distraídamente mis uñas, apareció Vitoriano. El hijo menor del mecánico vecino. Una mala bestia de 1'80 de estatura, con tan oronda figura que rivalizaría con la de un oso pardo. Brazos grandes como pata de elefante y en definitiva, el porte duro y robusto de un tocón de secuoya gigante.


 Sus inquietantes ojos, pequeños y negros, cargados de una inteligencia primitiva como la del hurón, sus dientes desportillados como los de una sierra vieja y un mechón de pelo duro y ensortijado, con la apariencia del vello púbico, que como una isla, se dejaba ver en  un lugar en el que debería estar la calva, todo esto unido, le daban una apariencia tan extraña como las nieves en el kilimanjaro, extraña, pero ahí está.

Con un gruñido semejante al de los cachalotes en celo, llamó mi atención en la distancia. Con el paso firme y decidido de los que se saben dueños del mundo, tal cual, los rinocerontes en la sabana, se dirigió directamente al lugar que yo ocupaba. Al alcanzar mi posición me gritó, mi propio nombre, al oído, para deleite del señor GAES, que de haberlo visto se habría frotado las manos pensando en futuros beneficios.

A modo de saludo lanzó su poderoso brazo derecho hacía atrás `para tomar impulso y después, con la inercia acumulada lo dirigió directamente a mi hombro izquierdo. Con la habilidad adquirida en multitud de ocasiones anteriores, separé los pies, incliné levemente mi cuerpo al encuentro del "martillo de Thor" y dibujé en mi rostro una expresión de "ni me importa, ni me duele" que habría hecho enloquecer de envidia al mismísimo Keanu Reeves.

Lo vi claro, ¡Este ha sido!, me dije...